Geografía/ Datos geográficos
FUENTE: Descripción de las Islas Canarias 1764
Cuando llegué por primera vez a
Lanzarote, anclamos en el puerto
de El Río, antes mencionado,
desde donde inmediatamente
despaché a un mensajero, un
pastor que encontré allí, al
Gobernador para informarle de
nuestra llegada. Regresó el
mismo día, trayendo consigo a
uno de los criados del
Gobernador, con un burro
ensillado y una orden de que le
esperaba en el pueblo de Haría.
En consecuencia, salté a tierra
y llevé conmigo un joven de
Tenerife. Después de subir la
empinada roca por la estrecha
senda, encontramos al asno
ensillado, esperándonos, el cual
monté, y pronto llegamos al
pueblo, en donde encontramos al
Gobernador sentado en un banco
delante de su casa; el cual, al
acercarme, me abrazó y me saludó
a la manera española. Estaba
vestido co El Estanquero y sus amigos vinieron a bordo, y nos compraron algunas mercancías, que habían de ser pagadas en orchilla. Después de hecho el negocio, los atendimos lo mejor que pudimos, duran te los tres días que permanecieron a bordo, esperando la orchilla, que habían mandado buscar al otro lado de la isla. Sus criados nos dijeron que sus amos jamás habían vivido tan bien en toda su vida, y que uno de ellos nunca había comido carne en su casa; sin embargo, nos dimos perfecta cuenta que no hacía esto por cualquier antipatía natural o por sobriedad; pues, estando con nosotros, se comió, o mejor, devoró seis libras de carne en cada comida. Mientras permanecimos en El Río, nuestro carpintero y nuestro contramaestre se fueron juntos, después de desayunar, al pueblo de Haría, e ignorando las costumbres del lugar, dejaron de llevar provisiones consigo. Cuando llegaron a tierra, lo primero que hirieron al estilo de los marinos, fue buscar una taberna; pero fue en vano, y entonces entraron en varias casas, con la esperanza de que alguien fuera lo bastante amable para ofrecerles algo de comer; pero aunque encontraron a la gente bastante dispuesta a hablar y a hacerles preguntas, sin embargo ninguno se ofreció a satisfacerles. Al fin, viendo a algunas señoras y otras personas en la puerta de la casa del Gobernador, se dirigieron hacia ellas, esperando que su curiosidad pudiera inducirlas a acudir a ellos; tenían razón, pues les hicieron un montón de preguntas, pero jamás les preguntaron si tenían hambre o sed; no obstante, uno de los marinos, pensando darles una sugerencia referente a sus necesidades, pidió les hicieran el favor de darles un poco de agua, la cual les fue traída inmediatamente, pero nada de vituallas ni vino; así pues se dieron cuenta que no tenían otra cosa mejor que hacer que regresar a la nave. En su camino se encontraron con un hombre montando un camello, y estando muy desfallecidos por el ayuno, llegaron con él a un trato, por un real, para que desmontara y les dejara montar a ellos en el camello, hasta la cima de la montaña. Cuando llegaron casi a mitad de aquella distancia, le dio al camello por sacudirse, y los marinos, no acostumbrados a aquello, y no esperando aquel movimiento repentino, cayeron dando volteretas de cabeza al suelo. El camellero, muy sorprendido, les preguntó qué había pasado, y trató de volverlos a hacer montar, pero sin éxito; y cuando les pidió el dinero del alquiler del animal, le contestaron que ya estaba bien que no le hubieran roto los huesos a él, y salieron escapados: el camellero, sin tener a nadie que le ayudara, no los persiguió. Estas historias pueden parecer muy fútiles y que no vienen al caso para el lector; pero las refiero para dar alguna idea de la manera de ser de estas gentes. Cuando preguntamos el precio de cualquier cosa, por ejemplo, ovejas, aves, o cerdos, su respuesta más corriente en suele ser la que sigue: «Para la gente del país, las vendemos a tal precio; pero para los extranjeros no podemos venderlas por debajo de tal otro.» Esto basta para mostrar su poco hospitalaria y brutal disposición. |

n un chaleco negro de
tafetán, unos calzones de la
misma tela, con medias de seda,
un gorro de dormir de lino con
lazos, con un sombrero de anchas
alas caídas. Este atavío le
hacía parecer muy alto, aunque
en realidad tendría unos seis
pies, y parecía tener alrededor
de los cincuenta y cinco años.
Al cabo de un tiempo de estar
sentados en la puerta, me hizo
entrar en la casa, y me presentó
a algunas señoras, quienes me
parecieron su mujer y sus hijas.
Fue ésta una fineza de no poca
consideración en ésta o en
cualquiera de las otras islas
Canarias. Aunque había dejado el
barco antes de la hora de comer,
nadie me preguntó si había
comido, de modo que ese día
ayuné desde por la mañana hasta
por la noche. Es una extraña
forma de finura entre la gente
acomodada de aquí, que consiste
en que uno no debe pedir nada de
comer, por muy hambriento o
desmayado que esté, en una casa
ajena; pues una libertad de este
tipo se consideraría como el
mayor grado de vulgaridad o mala
crianza: por tanto, cuando hallé
una oportunidad, hice que
tenía que ir a hablar con mi
criado, pero en verdad para
tratar de conseguir alguna
comida por mi cuenta. Me di
cuenta que el joven de Tenerife
había sufrido tanto como yo: de
cualquier manera, le di algún
dinero y le mandé traer lo que
pudiera encontrar que fuera
comestible; y que en caso de no
conseguir nada mejor, que me
trajera una pella de gofio o un
puñado de harina; pero su
búsqueda resultó inútil, no
habiendo allí ni pan ni otra
cosa comestible en venta. Al fin
llegó la hora de cenar, y la
comida fue, por lo que respecta
a aquella parte del mundo, no
sólo buena, sino muy elegante,
compuesta de diferentes platos.
En todo el tiempo que estuvimos
en la mesa, las señoras se
mostraron muy minuciosas en
cuanto a sus preguntas
referentes a las mujeres
inriesas, su aspecto, sus
vestidos, comportamiento y
diversiones. Contesté a todas
aquellas preguntas lo mejor que
pude; pero quedaron muy
escandalizadas acerca de lo que
les dije sobre su libre
comportamiento; y cuando las
informé acerca de las costumbres
de las señoras francesas, me
dijeron claramente que no era
posible que pudiera haber entre
ellas mujeres virtuosas. Después
de retirarse las señoras, el
anciano señor exaltó el poder,
la riqueza y la grandeza del Rey
de España, por encima de todos
los Reyes del mundo. Como
ejemplo del valor de los marinos
españoles, dijo que era una
norma si un barco de guerra
encontraba dos de la misma
potencia de cualquier otra
nación, el no huir, sino verse
obligado a atacarlos; y si
encontraba a tres, el Capitán
podía, si quería, evitarlos,
pero si huía, siempre sería
considerada una cobardía. Añadió
que los españoles, en cuanto a
valentía, sobriedad, honor y
fervor por la verdadera religión,
superaban a todo el resto del
mundo. Con estas palabras y
otros discursos parecidos me
obsequió durante una hora. Entre
otras cosas, me preguntó si
Inglaterra y Francia estaban en
la misma isla, o si estaban en
islas diferentes. Le rogué me
hiciera el honor de visitarme a
bordo de mi barco en El Río: me
contestó que lo haría con todo
el corazón, si mi barco se
encontrara en Puerto de Naos,
pero que sería indecoroso que un
hombre de su categoría bajara la
colina a gatas. Al día siguiente,
partí hacia El Río, en compañía
del Estanquero o cobrador de las
tasas del Rey sobre el rapé y el
tabaco. Ibamos montados en
burros, que salieron con
nosotros a todo galope, pero no
continuaron por mucho tiempo a
ese paso. El Estanquero nos
estorbó mucho por el camino,
pues llevaba una escopeta y
disparaba a cualquier pájaro que
veía, sin desmontar y nos
veíamos obligados a esperar por
él. Me dijo que el único placer
que tenía en la vida era coger
la escopeta por la mañana e irse
a tirar. Cuando llegamos a la
empinada roca, uno de los
caballeros no quiso desmontar,
sino que ordenó a su criado que
llevara a su burro al paso; pero
el criado, más listo que él, lo
disuadió con gran dificultad de
que hiciera aquello,
exponiéndole lo imposible que
aquello suponía sin romperse la
cabeza: tan temerosas son
aquellas gentes de rebajarse al
usar sus piernas.